«Los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas.
Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar».
Manifiesto del Partido Comunista.
Publicado en El Común.
Imagine que una poderosa tendencia a nivel mundial establece una nueva realidad: la Tierra es plana, no redonda. Y a la imposición de ese absurdo se unen, por la fuerza legal, políticos y partidos que se consideran progresistas y de izquierdas.
¿Qué pensaría usted? Lógicamente, le parecería un dislate. Cualquiera con un mínimo de interés podría reproducir, como Sagan en Cosmos, el experimento de Eratóstenes para averiguar el diámetro de la Tierra, con una cartulina y dos obeliscos de juguete. O con palos, pies y paciencia, con herramientas de hace dos mil años. Tampoco haría falta ser un moderno preparado para entender, a la vista de un eclipse, que la única forma que puede producir una sombra curva, en cualquier dirección de la luz, es una esfera.
Esta manera de imponer esa peculiar «visión del mundo» le parecería distópica y se pellizcaría para saber si no está teniendo una pesadilla. Mucho más si la apoyan personas que consideraba un referente de análisis político.
Pero sabemos que, en la realidad, este ejemplo tan disparatado no es muy lejano de la situación que vivimos hoy. La ideología dominante se esfuerza en mostrarnos un concepto de la globalidad tan distorsionado que recuerda a las sombras cavernarias del mito platónico.
La distorsión informativa sobrepasa la habitual manipulación mediática, la cotidiana que por ejemplo oculta la represión policial en el Perú o censura las movilizaciones obreras en Francia, pero en cambio magnifica un suceso en Venezuela o en Cuba. Va más allá y alcanza niveles de control mental, en lo que ya se considera como un proceso de guerra cognitiva, e incluso ejecuta estrategias similares al abuso y el maltrato.
El terraplanismo aquí, en esta imagen del mundo hegemónica al menos en Occidente, es la negación de un nuevo orden mundial: el imperialismo norteamericano es el único sistema posible, su orden es incuestionable, hasta sus consecuencias (guerras, invasiones, injerencias, etc.) son normalizadas como efectos inevitables. Los intereses económicos son velados por una gruesa cortina de hipocresía, como en el suceso del atentado al gasoducto. Y la sumisión de los Estados al beneficio de las empresas, las afines a la Alianza Atlántica, es disfrazada de progreso libertario y avance social. Se llega a decir que las libertades europeas están amenazadas por el «imperialismo ruso» y en breve nos advertirán también de la peligrosísima China.
Esta burla tiene su clave en la cuestión de las clases sociales, el motor de los procesos históricos. El reflejo cavernario que nos venden como imago mundi no sólo es plano, sino que ni orbita ni rota. El movimiento que posibilita que en el mundo existan «libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba», fue descrito negro sobre blanco, como sabemos, por Carlos Marx y Federico Engels, en 1848. Pero hoy, esa ideología dominante lo desdeña, lo mete en el cajón de las cosas que no interesa airear. Aspecto positivo: el retraso ya no es de dos milenios, se reduce a dos siglos.
Observemos que podríamos extraer de este engaño (de forma muy somera) algunos aspectos principales:
- Los países aliados de la OTAN han perdido por completo su soberanía. Si ya era así antes (por ejemplo, al supeditar la economía nacional a los recortes que necesitaran las crisis), ahora ya se les empuja sin pudor hacia una guerra contra la Federación de Rusia, sean cuales sean sus consecuencias.
- La clase trabajadora en estos países es exprimida -más exprimida- para pagar los costes de esa guerra. El bienestar terminó. El futuro para los trabajadores europeos oscila entre morir antes de jubilarse, esperar un fin lento en sistemas sanitarios privatizados, ver deteriorada su salud por no poder permitirse alimentos saludables, o morir directamente por un misil desviado si se tiene la mala suerte de vivir en las zonas de conflicto.
- Los responsables políticos del sistema disfrazan esta situación con la gestión de unas «políticas útiles» que favorecen una paz social, una calma absolutamente incoherente con la realidad de los trabajadores. Su gestión es la mediación entre los intereses de la UE -trágicos para la clase trabajadora- y su aceptación como «mal menor», sin alternativa.
Un artificio de ese tamaño, capaz de ocultar la realidad a millones de personas, tiene una justificación que ya hemos señalado: retrasar en lo posible la caída del universo que orbita en torno a la economía política de la Alianza Atlántica. Pero también tiene un método, cuya base fundamental es la ocultación de la lucha de clases. ¿Por qué?
Pensemos. ¿Quiénes tienen algo que perder en liberarse del yugo imperialista? La experiencia de nuestros hermanos en Latinoamérica nos da una gran pista. ¿Quiénes se oponen a salirse del guion que marca USA, quiénes se echan cruces ante asociaciones internacionales alternativas como el ALBA? Preguntemos también en los países africanos y de Oriente Medio arrasados para la «implantación de la democracia». Creíamos que su miseria era algo exótico, tan lejano, no comprendíamos cómo arriesgaban sus vidas en pateras para venir a vender pañuelos en los semáforos.
Es nuestra propia burguesía quien quiere presentar el derrumbe de la OTAN como si fuese el Apocalipsis bíblico, el fin del mundo. Por ello nos amenazan con el terror del «imperialismo ruso» y ocultan los esfuerzos por la paz de China. Por ello alimentarán con todas sus energías la guerra.
Si no se alimenta la guerra, nos aseguran, se violarán los «grandes valores europeos». Valores tan elevados que no dudan en armar a neonazis, como antaño hicieron con talibanes.
Y para los que no sacamos ningún beneficio del maravilloso orden bideniano, ¿qué apocalipsis nos espera? ¿Un mundo en el que nuestra estabilidad depende del desplome de un banco dos días después de ser premiado por la agencia de calificación más prestigiosa? ¿Una sociedad en la que las bolsas se disparan por los ingresos de farmacéuticas que se lucran con vacunas que otros países ofrecen gratuitamente, mientras miles de personas mueren? ¿Vivir como almas en pena trabajando hasta morir, sin vivienda y ahorrando para poder comer?
Ese Apocalipsis cada vez asusta a menos mortales.