lunes, 27 de agosto de 2018

¿Aporofobia o sencillamente lucha de clases?



Según el historiador Eric Hobsbawm, solamente el 5% de las víctimas de la primera guerra mundial eran civiles; en la segunda, el porcentaje se elevó hasta el 66%. En la actualidad, la proporción de víctimas civiles de cualquier guerra se sitúa entre el 80 y el 90 % del total.

Son datos que podemos ver en el libro que recoge una serie de conferencias del historiador, Guerra y paz en el siglo XXI. En el primer capítulo de esta misma obra, Hobsbawm especifica: "esta cifra ha aumentado desde el fin de la guerra fría porque muchas de las operaciones militares que se han llevado a cabo desde entonces no han correspondido a ejércitos de soldados de reemplazo sino a tropas regulares o irregulares, las cuales, en muchos casos, disponían de armamento de última generación y se protegían para evitar bajas. Si bien es cierto que este armamento ha hecho posible recuperar, en algunos casos, la distinción entre objetivos civiles y militares, y por extensión entre combatientes y no combatientes, nada nos induce acreer que los civiles hayan dejado de ser las principales víctimas de la guerra."


Por otra parte, observamos hoy que los medios lanzan como preocupación casi principal la cuestión de los inmigrantes. Un vistazo a las redes sociales nos hará ver en un simple repaso cómo personas que son trabajadoras reproducen bulos y mensajes de odio hacia los inmigrantes, con una facilidad y una ausencia de criterio alarmantes.
Dos tuits de hoy mismo, muy preocupados por la inmigración.


Al parecer, el término aporofobia fue acuñado en los años 90 por la filósofa Adela Cortina y hace referencia al rechazo hacia los pobres. Contiene un matiz diferenciador de otros términos como xenofobia o racismo, pues en el caso de la aporofobia la discriminación se produce independientemente de la raza o de la nacionalidad y se centra en el rechazo por la carencia de recursos económicos.

Seguramente muy útil en el estudio de nuestra sociedad, este neologismo fue elegido en el 2017 como la palabra del año por la Fundación del Español Urgente, que es una fundación creada como colaboración entre la Agencia EFE y el banco BBVA y cuya misión es la tarea de proteger el correcto uso de nuestra lengua.

Esta importante Fundéu BBVA debe tener una gran preocupación, aparte de por el uso correcto del idioma, por las cuestiones sociales, pues otras de sus palabras del año han sido escrache, refugiado y populismo. 


En la misma obra que he citado al comienzo -inicio del capítulo 3-, Hobsbawm hace otra interesantísima reflexión sobre el uso del lenguaje: 

La historia, según se nos dice, es un discurso, y no se puede entender a menos que conozcamos la lengua en la que la gente piensa, habla y toma decisiones. Entre los historiadores tentados por lo que se denomina «el giro lingüístico» los hay incluso que argumentan que son las ideas y conceptos expresados en los términos característicos de un período los que explican lo que sucedió y por qué. (...) Una y otro están saturados de lo que el filósofo Thomas Hobbes llamaba «discurso insignificante», palabras que no significan nada, y de sus subvariedades «eufemismo» y «neo-lengua» (George Orwell), esto es, palabras destinadas deliberadamente a engañar mediante una descripción equívoca. Pero a menos que cambien los propios hechos, los cambios en las palabras utilizadas para describirlos no bastarán para modificarlos.

Si somos capaces de hilar ambas reflexiones del autor (peso casi total de las víctimas de las guerras actuales en la población civil y perversión del lenguaje en los medios), encontraremos un punto de vista bastante esclarecedor.

Usted no es racista, usted no es xenófobo, simplemente tiene un poco de aporofobia, parecen decirnos los medios con su machacona insistencia. Por tanto es una simple cuestión de hacer cargo de conciencia y para tranquilidad de nuestras almas existe un remedio a la mano de todos. Este es aportar un poco de solidaridad y humanidad. 


De tal modo que parece haber sólo dos posturas en el problema de la inmigración: la respuesta directamente fascista de quienes en defensa de los españoles exigen la actuación de las fuerzas armadas en las fronteras (la actuación de otros, lógicamente, personas pagadas para ellos, nunca quienes lo exigen en persona o sus hijos) o la postura de la solidaridad (con reservas, esto es, solidaridad hasta cierta medida o hasta donde el sentido común aconseje para no perjudicarnos nosotros mismos).

Pero ¿dónde queda el análisis de la inmigración desde sus orígenes o sus causas?

¿Por qué las guerras actuales están hechas de manera que los objetivos civiles sean prioritarios y mayoritarios? ¿Qué intereses mueven esas guerras? ¿Somos nosotros, europeos y ombligos del mundo, partícipes en esos conflictos como colaboradores del imperialismo nosteamericano? ¿Son diferentes esas personas que huyen de las guerras de nosotros mismos? ¿Qué haríamos si nos viésemos en su situación? 

Estas preguntas no parecen interesar a los medios ni a las fundaciones patrocinadas por bancos. 

Si los trabajadores de los países de recogida de esos inmigrantes llegasen a plantearse estas dudas, probablemente llegarían a conclusiones mucho más elaboradas que los neologismos y  conceptos absurdos con los que quieren manejar nuestras mentes. Tal vez llegaríamos a la conclusión de que el término que las fundaciones y los gobiernos no quieren ni ver es uno que cuenta ya bastantes años y que ha sido olvidado de manera intencionada: la lucha de clases.  


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