Deben ser hilarantes las películas que esté rodando Berlanga en el más allá, sin necesidad de que Rafael Azcona le retoque los guiones que España no deja de regalar. La perenne realidad borbónica, otánica y católica española está ofreciendo escenas políticas que no desmerecerían dentro de La escopeta nacional, mientras los españolitos nos desvivimos por pagar una letra como Plácido.
Y es que España se rompe. Saltan las alarmas porque la nación se quiebra y los más rancios españolistas no lo pueden consentir y salen a manifestarse a las calles, exigiendo la huelga general.
¡Éramos tan jóvenes cuando se celebraron las últimas! La más reciente la invasión de las avenidas por masas de mujeres durante la huelga feminista de 2018, que hizo temblar los cimientos más arcaicos de la sociedad. O la anterior de 2012, cuando aún los sindicatos mayoritarios tenían algo de vergüenza y reaccionaban a los recortes exigidos por la UE. ¡Qué tiempos!
Hoy son televisadas y radiadas con profusión (curiosamente estas sí y no otras) las manifestaciones de los defensores de la patria. Las situaciones esperpénticas nos regalan momentos como las de niños de papá que descubren que la policía se molesta por putodefender España o señoras que abandonan una detención policial porque tienen cosas que hacer y se les hace tarde.
Todo sería muy chistoso si no fuera porque, tras el escenario, se esconde una realidad muy triste.
Observen dos matices importantísimos. Primero, tanto unos como otros -partidarios o los detractores del acuerdo de investidura- se aferran a la Constitución como referente de justicia. Lo curioso aquí es que nuestra norma superior es invocada para cuestiones ideológicas o identitarias. Pero nunca se hace para reivindicar otras cuestiones también recogidas en ese marco legal superior, como el derecho al empleo digno, o el derecho a la vivienda.
Antes bien al contrario, en lo que se refiere a malbaratar el trabajo o en especular con un derecho fundamental como es tener un hueco donde vivir, la Constitución puede ser ninguneada sin ningún problema, olvidada, prostituida o vuelta del revés como un calcetín.
Dicho en términos marxistas (con perdón): lo intocable para unos y otros es el ordenamiento legal que otorga el poder al Estado que garantiza y perpetúa el orden social, un Estado que reacciona violentamente cuando se ataca a los intereses de una minoría, pero calla y consiente cuando lo que se violan son los intereses de la mayoría, la clase trabajadora.
Segundo matiz, causa repugnancia que sean sindicatos y organizaciones afines a la ultra derecha, con tintes falangistas y franquistas, quienes convoquen a una huelga general.
Entre tanto, quienes deberían haber convocado no ya una sino varias huelgas generales, se encuentran entretenidos en lo que más les importa: el reparto de sillones. Porque ya salió el premio gordo de la lotería de esta legislatura: los ministerios de Sumar. A menos de un mes, por cierto, de retomar el Pacto de Estabilidad europeo que recortará miles de millones del gasto público español, casus belli de anteriores huelgas generales en otros tiempos.
No sabemos cuándo la clase trabajadora tendrá algún referente medianamente honesto. La derecha y la "izquierda" parlamentarias conviven en perfecta armonía, una simbiosis muy beneficiosa para ambos, en la que la ideología de la clase dominante ya ocupa todo el espacio (incluso ahora el de las huelgas).
Mientras, la ideología que defiende los intereses de la clase trabajadora permanece fuera de juego, pese a que las masas populares lo tienen claro cuando la realidad es tan evidente que duele, como está sucediendo con el genocidio del pueblo palestino.
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