Vivimos tiempos muy oscuros, en los que el imperialismo norteamericano, en su declive, no va a dudar en arrastrar consigo todo lo que encuentre. En su disputa por la hegemonía, necesitan carne de cañón que acuda al "frente oriental" de la batalla por el relato desprovista de cualquier capacidad de razonar.
Para ello, el pensamiento se reduce cada vez más a etiquetas o atribuciones, con una simpleza alarmante. Y esto, que se diría es más conveniente para la derecha, en cambio se ha homogeneizado de manera indistinta también a la supuesta izquierda.
De ese modo, desde posiciones teóricamente izquierdistas, encontramos a quienes no se posicionan con Palestina porque consideran que defenderse contra décadas de agresión imperialista es violencia y terrorismo, o que esa violencia es masculina y por tanto la hay en ambas partes, encontramos que la pregunta qué es una mujer puede convertir en transfóbico, discrepar de los independentismos lleva a ser un rojipardo, criticar la sumisión de la UE a la OTAN identifica como putinista, cuestionar las medidas para la ecosostenibilidad lleva a ser señalado como negacionista, y así podríamos seguir indefinidamente en multitud de ejemplos de esas etiquetas.
¿Por qué fomentamos esta simplificación del pensamiento? ¿Por qué caer desde la supuesta izquierda en ese reduccionismo? Creo tener una posible explicación.
La trampa de la trampa de la diversidad.
Podría pensarse que, en lo que se refiere a cuestiones políticas que afectan directamente a nuestras vidas, bastaría una sola experiencia para aprender. Nada de eso, los tropiezos en la misma piedra son por desgracia recurrentes.
Hace poco, el ensayo político más leído en España fue La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé (Akal, 2018). Recuerdo que entre los militantes y gentes de izquierdas fue frecuente su recomendación y el paso de mano en mano de ejemplares. Una lectura amena y repleta de sorprendentes ejemplos de la actualidad.
La tesis central del ensayo podría resumirse en unas palabras de su prologuista, Pascual Serrano: "el gran invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización. La bandera deja de ser colectiva para ser expresión de diversidad, diversidad hasta el límite, es decir, individualidad".
Esto es, en estas últimas décadas la ideología de la izquierda se había trivializado hasta difuminarla en luchas identitarias y activismos muy específicos que acaban diluyendo a la propia izquierda.
Sin embargo, apenas unos años después de su publicación, la izquierda parece empeñada en tropezar una y otra vez en la misma trampa. Así, el Gobierno "más progresista de la historia" ha ejecutado -y ejecutará- todas las políticas de recortes exigidas por la UE, hasta empobrecer a la población a niveles de otras épocas, e incluso nos ha llevado a formar parte de la guerra de la OTAN contra Rusia y todo el aparato de sanciones y distanciamientos contra China o cualquier país no sometido a la alianza occidental.
Es más, hoy participa del genocidio en Gaza como parte alineada con EEUU mientras realiza declaraciones solidarias de cara a la galería.
Ese retroceso de la izquierda parlamentaria, ahora convertida en remedo moderno del PSOE, se produce además con todos los ingredientes descritos en el mencionado ensayo: priorizar la defensa de las libertades identitarias a la lucha de clases, alusión a lugares comunes y desclasados como "el diálogo" y "la esperanza", políticas personalistas y de espectáculo, la "amenaza de totalitarismos" que justifican el gasto en miles de millones en armamento, etc.
¿Cómo fue posible que los seguidores de las tesis de esa trampa de la diversidad cayeran de nuevo en la trampa? ¿Se trata de una trampa tan sutil o sofisticada que es imposible evitarla?
La trampa de la homogeneidad.
La aparente diversidad o atomización de las luchas identitarias, fragmentadas en miles de etiquetas, contiene en su núcleo una homogeneidad estructural, un denominador común igual para todas ellas: su profundo anticomunismo.
Todas estas visiones alternativas son diversas pero, casualmente, coinciden en un mismo punto, el desdén/ignorancia/tergiversación premeditada del materialismo dialéctico, del socialismo científico.
La única pero poderosísima arma que posee la clase trabajadora es la unidad. Con ella pudo transformar un país del tamaño de un continente, antes atrasado y analfabeto, en el más avanzado tecnológicamente, o llevar a una pequeña islita a ser un referente mundial en atención sanitaria pese a estar bloqueada por un enorme imperio.
Para lograr esa unidad necesita un análisis correcto, el materialismo, que ponga en evidencia a la clase oprimida y a la explotadora, y los mecanismos económicos que sustentan esa sociedad. Y necesita una lógica que observe la totalidad de cada situación, la dialéctica, que nos haga entender que esas clases sociales son antagónicas e irreconciliables, y plantear una estrategia firme, sólida, bajo el control de la clase llamada a ser el conductor de los procesos revolucionarios: las mujeres y hombres de la clase trabajadora.
Pero ocurre que esto que parece tan sencillo de describir en un par de parrafadas, es bastante complejo de llevar a la práctica, pues la fuerza de la ideología dominante es enorme.
Esta ideología, la que defiende los intereses de la clase dominante, es tan poderosa que puede mantener a pueblos enteros obnubilados con debates aparentemente transgresores, MacGuffins, artimañas variadas, e incluso convencer a millones de personas para que defiendan hasta las últimas consecuencias intereses absolutamente adversos a los de su clase.
Pero entonces, ¿por qué esa insistencia en caer y difundir la trampa?
Sospecho una sencilla razón. Esa lógica, la dialéctica, conduce a pensar que aquel cambio revolucionario no puede producirse de manera amistosa y dialogada, a través por ejemplo de "políticas útiles" financiadas por la UE; ni puede ser un proceso en cómodos plazos de cortesías y talantes, de manera que algunos puedan permanecer en su pequeña zona de confort burguesa.
Por eso, aunque se comprenda la incoherencia, su solución se demora o se disfraza con nuevos atuendos, cada vez más creativos, así como quien, obstinado en una costumbre dañina, se auto convence con las razones más peculiares.
Se esfuerzan en evitar, como en el juego del tabú, la infinidad de explicaciones en las que Marx, Lenin y todos sus seguidores desmontaron a los reformistas y socialistas moralizantes. Bien porque esto les parezca "totalitario" o de poca "utilidad política" o "gris" o cualquiera de las excusas que podemos encontrar en el entorno del mundillo progresista.
¿Hasta qué grado de miseria y opresión tendremos que soportar para comprender que lo totalitario, lo gris y lo autoritario es vivir en el capitalismo?